Las distintas caras del judío israelí se ven en La Sal de este Mar. Las distintas caras frente a un palestino de Palestina ocupada, de una palestina de Brooklyn; frente a otros colonos, frente a judíos extranjeros. La película mantiene la tensión. Y da cabida a la esperanza dentro de toda esa realidad en que la expresión “derechos humanos” pareciera ser un ideal alejado del día a día.
Malditos, mil veces malditos, pensaba yo mientras la interrogaban en el aeropuerto, y le hacían una y otra vez las mismas preguntas, en distintas salas, distintos funcionarios. Y ella respondía sorprendida, molesta, pero con miedo, con miedo de que no la dejaran entrar. Finalmente entró. Entró y las preguntas se sucederían a lo largo del filme como una rendición de cuentas interminable, como un injusto pedir permiso por existir, como una rabia más y menos sosegada, como un coraje que duraría a lo largo de todo el recorrido por la Palestina histórica, por la Palestina ocupada. Dos horas para nosotros, y en atención a los futuros espectadores, diremos sólo que –al menos- dos semanas para ella.
Cómo no recordar viendo La sal de este mar. Cómo no recordar y sentir la piel de gallina al oír esas voces irónicas de la policía israelí, esa impunidad con que actúan en el cotidiano, esa actitud deliberadamente bestial en contra de los palestinos, a quienes tratan como animales normalmente. Ahí estaba Emad, infinitamente guapo, muy flaco, con sus sueños y frustraciones. Al principio más sueños, después, casi sólo frustraciones (especialidad de la maquinaria israelí). Ahí estaban todos los Emad que he conocido en mis viajes desde los veinte años. Con las familias dispersas por el mundo, con títulos profesionales exitosos, muchas veces buen pasar económico, y esa espina clavada en la garganta de no poder volver. De que costó salir, no sólo por los trámites y la burocracia a que los somete esa administración criminal del ocupante, sino porque significaba dejar todo atrás, darse por vencido, renunciar. Renunciar a volver, pero al menos dejando intacta la esperanza de venir en lo sucesivo como visita. Y ni eso se permite muchas veces. Adiós a los padres, a los hermanos, a los amigos. Como en el poema del exilio que escribe nuestro Mahmoud Darweesh a sus veinte años.
Y ella. Hermosa. Criada en los Estados Unidos, que a estos efectos sería como haberse criado en Chile, en Australia, en Francia, o en cualquier país que se jacte de ser occidental y democrático, acostumbrada al recuerdo, a la memoria familiar, queriendo recuperar un pedazo de todo lo que fue una historia arrebatada violentamente por el sionismo. Viviendo en el relato de los antecesores. Haciendo trámites para recuperar el dinero del abuelo en la cuenta del banco que ya no existe. Tocando las murallas, observando las baldozas, de la casa familiar, que ahora pertenecía a una joven sionista “presentable”, como diría Liliana. Cómo olvidar. Cómo olvidar a mi padre en 1999 viajando a Belén para conocer la casa en que se criaron su padre y sus tías, queriendo probar las aceitunas del olivo del jardín y sentir él mismo lo amargas que eran sin procesar, como tantas veces la tía María (Mary en Palestina) le contara. Cómo olvidarla a ella misma, enferma y cansada en la cama, agónica en ese acento imborrable, oscureciendo el dormitorio que daba a Avenida Caupolicán para que el ruido de las micros de la Araucanía no impidieran la comunicación telefónica con esos amigos que desde su pueblo natal le depositaban los dólares mensualmente, los dólares que el colonialismo inglés le dejara a modo de pensión por haber sido funcionaria de la Corona. Mi tía María, enseñándome juegos en árabe, enseñándome a cantar “Caballito Blanco, llévame de aquí, llévame a Palestina donde yo nací”. Prometiéndome que a los quince míos iríamos. Ella murió tres días antes de que yo cumpliera nueve. A los veintidós intenté entrar y no pude. No sé si podré alguna vez. Todas las noches desde ese momento sueño, de una u otra manera, con que trato de entrar, pero sin lograrlo.
Naranjas de Palestina. Árboles de tunas abandonados en lo que eran unas aldeas, donde vivían unas familias, que conformaban un pueblo que fue y es expulsado, exiliado, deportado, negado, humillado, criminalizado, torturado, discriminado, eliminado. Será por estas historias que cuando niña, cada vez que caía en mis manos algún diccionario y atlas, cambiaba el nombre y la bandera de Israel, por el nombre y la bandera de Palestina. Al menos lograba que mis compañeritos y profesores del colegio se preguntaran qué hacía esa loca…
Las distintas caras del judío israelí se ven en La Sal de este Mar. Las distintas caras frente a un palestino de Palestina ocupada, de una palestina de Brooklyn; frente a otros colonos, frente a judíos extranjeros. La película mantiene la tensión. Y da cabida a la esperanza dentro de toda esa realidad en que la expresión “derechos humanos” pareciera ser un ideal alejado del día a día. El recorrido por las ciudades en manos de la Autoridad Nacional y por las ciudades en manos del invasor da esperanza, da esperanza a todos quienes no pueden cruzar el Muro y ver qué hay sólo unos metros más allá de su casa, de todos quienes saben que pertenece su familia a una ciudad costera y sin embargo nunca han visto el mar. Pero la directora, en forma brillante, se encarga de remover esa misma esperanza, no mostrando escenas de golpes y alaridos sanguinolentos, y conste que no estaría precisamente mintiendo si así lo hubiera hecho, sino mostrando los check points (puestos de control), las carreteras para colonos y los caminos porque deben transitar los palestinos, la libertad con que viven esos inmigrantes que llegaron con ánimo de dueños y señores, llorando lágrimas de cocodrilo gracias a toda esa mitología de escritura sagrada en que les dijeron que eran el pueblo elegido de dios, en que les dijeron que eran tan importantes y sagradas y valiosas sus vidas que habían sido perseguidos por los perversos nazis y por los perversos todos, y tenían que salvarse, haciendo pagar a los palestinos y a quien se cruzara en el camino el precio irredimible de su egoísta salvación. La directora tampoco se encarga directamente de mostrar a los políticos de ningún tipo; por mí, mejor que no lo hubiera hecho. Es fácil caer en el panfleto y difícil salir de ahí para mostrar a la gente común y corriente, la gente que se levanta todos los días a trabajar con la esperanza de dar un mejor futuro a sus niños, aquí en Santiago, allá en Ramallah o en La Habana. La gente que vive en el placer y la miseria, todos nosotros, producto de nuestras historias, menos que más mezquinos, más o menos idealistas, menos que más ideales. Pero sí hace que uno sienta en el pecho todo el tiempo esa rabia, esas ansias de reafirmar un compromiso con los oprimidos, de decir “imperfectos y todos, hay que hacer valer esa máxima de que a ningún ser humano hay que tratarlo así, con ese desprecio y desdén, así como tratan los israelíes a los palestinos”.
Vi a mi madre en la película, y a la madre de mi madre y a su madre, y a la madre de mi padre y a su madre, yendo a buscar a Soraya al auto de Emad para hacerla entrar en la casa a tomar el café. Me vi a mí y deseé haber tenido los cojones de Soraya. Porque se necesitan cojones para vivir la vida que uno quiere, para vivir la vida como si la vida importara.
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[1] Por Nadia Silhi Chahin, Artículo escrito despues de ver la película palestina "La Sal de Este Mar", que forma parte del ciclo de Cine Palestino que se exhibe en Santiago de Chile
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